Hoy el cielo se pinta de un azul luminoso y los rayos del sol se lanzan feroces sobre las lápidas y nichos de esta zona del cementerio. A pesar de las temperaturas extremas del verano, hay muchas personas paseando por las calles del camposanto. Es un día especial, es el momento de pasar página, de rendir homenaje a los caídos en esta última guerra contra el enemigo más pequeño y cruel jamás imaginado. Y por eso se ha convocado esta jornada de luto y reflexión, durante la tregua, en una zona nueva de la necrópolis, construida con la premura que fue marcando la pandemia.

A Marcos tampoco le incomoda el calor, se siente cómodo dentro de los vaqueros y la sudadera. Como el resto de almas, peregrina entre las tumbas buscando un rostro, una fotografía que le indique que ha encontrado lo que busca. Lleva en sus manos un ramillete de flores un tanto marchitas, una ofrenda prometida para aquella a la que tanto ha amado.

Nunca intercambió una sola palabra con ella. Sin embargo, desde el primer momento en que la vio, tuvo la certeza de que no habría otra. Marcos siempre ha vivido en la misma casa, un piso que compartió con su madre hasta que lo dejó huérfano. Conoce bien cada rincón del barrio, y jamás se le ha escapado un traslado o una nueva incorporación al vecindario.

Por eso, la primera vez que acudió a su cita de las ocho de la tarde en el balcón, entendió que aquella muchacha de dulce rostro que se asomaba a la ventana de enfrente, se había mudado al filo del confinamiento. Por toda la calle se oían aplausos y vítores en honor de aquellos que batallaban en primera línea de fuego, pero a Marcos se le paró el tiempo en aquel instante en que sus miradas se cruzaron, y ya no hubo más sonidos que el de su respiración entrecortada y su pecho palpitante.

Decir que ella era bonita sería cometer un crimen lingüístico. Su rostro ovalado enmarcaba una mirada profunda, su melena ondulada invitaba a bucear en un mar negro y salvaje, y sus curvas se estremecían bajo el camisón al ritmo de los aplausos.

Marcos quiso presentarse en varias ocasiones, establecer una conversación de vecinos para averiguar su nombre y todo lo que tuviera que ver con ella. Pero cada vez que salían al balcón, la chica se entregaba con fervor a su cometido, haciendo caso omiso de lo que ocurría en las demás viviendas. Su único regalo era una gran sonrisa antes de cerrar y entregarse a otras tareas domésticas. Él se quedaba ensimismado contemplando su imagen, recopilando todos los detalles posibles para arder en deseos durante las largas jornadas de aislamiento.

Hacia mediados de abril, ella no salió a aplaudir una tarde. Marcos se extrañó, pero no le dio demasiada importancia. Los ánimos empezaban a decaer, la condena estaba siendo más larga de lo previsto y algunos ya no acudían todos los días a la convocatoria. La decepción por su ausencia duró poco, ya que a partir del día siguiente ella apareció puntual por su ventana.

Sin embargo, desde aquel momento la joven le pareció distinta. Dejó de aplaudir, y un gesto tranquilo la acompañaba mientras paseaba su mirada por la calle y los edificios alrededor. Incluso hubo una vez que a Marcos le pareció vislumbrar una lágrima rodando por su mejilla. La misma vez que, antes de esconderse en su vivienda, le dedicó su última sonrisa melancólica.

Marcos estaba convencido de que algo le había pasado, quizás la pérdida de alguien querido, o tal vez el cansancio y la tristeza por todo lo que estaba sucediendo. Así que una mañana soleada, como la de hoy, decidió saltarse las normas. Cortó un ramillete de flores de una de sus macetas, bajó a la calle, cruzó hasta su portal y llamó al telefonillo correspondiente. No hubo respuesta, pero la casualidad quiso que se encontrara con una vecina que bajaba la basura en aquel momento, y fue esta la que le dio la terrible noticia.

Lara, que así se llamaba su amada, era enfermera y se había contagiado casi al principio de la crisis. A pesar de los síntomas, que ella identificó como cansancio, no quiso desfallecer y siguió con su actividad diaria, trabajando sin descanso para intentar salvar más vidas de las que pudo, y asomándose a la ventana siempre que le era posible para animar a toda la vecindad. En varias ocasiones hizo la compra de sus vecinos de más edad, y siempre tuvo palabras de aliento para todos. Pero todo tiene un límite y nuestros cuerpos también. Hacía un par de semanas que Lara cayó desmayado en su hospital y nunca más despertó.

No podía ser, Marcos la había estado viendo todos los días durante las dos últimas semanas, como siempre, a las ocho en su balcón. Era imposible, pero la anciana aseguraba que Lara había muerto en soledad, como los miles de esta siniestra primavera, el día que no se asomó por la ventana.

Desorientado, deshizo sus pasos hasta llegar a casa, donde se rompió en un grito impotente. Destrozó todo lo que encontraba a su paso, se bebió todo el alcohol que tenía guardado, lloró durante horas intentando encontrar una explicación y se sumió en su tristeza hasta caer en un pesado sueño.

Los recuerdos de lo sucedido a partir de ese momento se difuminan en la niebla de su memoria. Durante semanas lo acompañó un embriagador estado febril, el pecho se le comprimió como si fuera a explotar, y el dolor de su alma envenenó todo su cuerpo. Después llegó la calma y la oscuridad.

Hoy, por primera vez en mucho tiempo, se siente más ligero, capaz de afrontar su destino. Por eso ha venido a rendir tributo a los difuntos, para despedirse de Lara, dejar la ofrenda en su sepultura y seguir adelante.

Inquieto, recorre el último pasillo, buscando ese rostro que tanto lo ha atormentado. Solo le queda examinar un monumento al fondo, pero no se atreve acercarse al ver que una joven permanece sentada frente al mismo y de espaldas a Marcos. Sin embargo, termina por decidirse y se acerca a ella con la intención de pedirle permiso para revisar las fotografías de quienes allí reposan.

De repente, la muchacha, como si lo hubiera intuido, se vuelve hacia él y sonríe. Marcos se queda clavado en el suelo al descubrir que se trata de su amada Lara, a la que creía haber perdido para siempre. Lo invade una inquietud macabra, no llega a entender qué está pasando cuando ella le dice: «Te estaba esperando. Ahora tenemos toda la eternidad para amarnos».

Marcos se estremece al descubrir que aquel panteón está jalonado por su propia foto, mientras el ramillete de flores marchitas se resbala lentamente de sus manos.